lunes, 8 de abril de 2024

Andrés Eloy novelista (I) [CDLV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Primera edición de Los claveles
de La Puerta, de 1922

 

 

 

         La semana pasada, cuando descubrí que Vicente Gerbasi (1913-92) también era autor de cuentos, que busqué y encontré y leí y disfruté, me percaté de que en realidad no es, ni mucho menos, el único poeta venezolano que ha hecho aventajadas incursiones en la narrativa. El caso que más me ha llamado la atención (y sobre el cual incluso he escrito antes) es el hiperconocido y alabado Andrés Eloy Blanco (1896-1955), hijo de Cumaná. El llamado “poeta del pueblo venezolano” bien podría ser llamado igualmente, el novelista del pueblo venezolano, si no fuera porque escribió sus “novelas” antes de llegar al “mezzo del camin”, porque no escribió más que dos, una de ellas en España, y muchos las creen perdidas.

         No están perdidas, les digo desde ya, para tranquilidad de los curiosos. Andrés Eloy* apenas escribió cuatro libros de narrativa: La aeroplana clueca, libro de cuentos de 1935, el más conocido, que se publicó antes en México que en Venezuela y que se ha reeditado varias veces; Malvina recobrada, de 1937, que fue escrito en la cárcel en los tiempos de Juan Vicente Gómez y que a partir de 1960 ha aparecido como parte de El árbol de la noche alegre; El amor no fue a los toros, considerado una novela breve y, por los datos que tengo, publicado una sola vez en España en 1924, y Los claveles de La Puerta, aparecido en Caracas en 1922, que tuvo una suerte similar al anterior. De este último, que fue el primero, y de su carácter de novela quiero hablarles hoy.

         Los claveles de La Puerta comienza como una historia de amores contrariados, de amores discutidos, de amores imposibles: ambientada llano adentro, una mujer, Martina, es pretendida por dos hombres de personalidades impetuosas, José Eugenio y el Araucano, que al principio, a pesar de competir, se tratan caballerosamente. Ella le entrega a uno de ellos un ramo de claveles como símbolo de su preferencia, y el otro inicia una lucha para arrebatarle esta especie de “objeto mágico”, con el que espera obtener el amor de la mujer. El relato luego evoluciona hacia una historia de odio y revancha entre estos dos hombres en medio de la Guerra de Independencia de Venezuela. La guerra misma se va transformando en una empecinada búsqueda mutua que emprenden los dos personajes, que supera la importancia de la causa patriota, para vengarse y eliminar al otro, pero sobre todo para alcanzar la dignidad de poseer los claveles de la muchacha; ella, por su parte, ha desaparecido de la historia y únicamente aparece su nombre cuando se menciona los claveles. La lucha ya no es por la patria y ya no es por la bella Martina sino por los claveles que se la recuerdan. Ella, dice el narrador, “se había perdido, pero aquellos claveles suyos eran cuestión jurada, [...] odio, odio...”.

         En realidad, los rasgos de novela no abundan en el texto, a no ser por el fragmento en que José Eugenio y el Araucano son arrastrados, por caminos diferentes, por el maremágnum de la guerra personal de Boves contra Bolívar, contra la corona, contra la república, contra todo aquel que se le opusiera, y terminan perdiendo el norte político de la lucha para alimentar la pasión de la revancha como objetivo último de sus vidas. Dice el narrador, exponiéndonos los pensamientos de José Eugenio: “¿Qué le iba ni le venía a él que la cadena que oprimiera la garganta de América fuese el lazo mismo de los llaneros?”. Ya no le importaba nada, sólo derrotar “restregarle por el hocico” los claveles a su rival.

         De modo que los dos personajes se persiguen, se cazan, e incluso, en ocasiones, se escapaban el uno del otro —aun estando el uno a la vista del otro—, debido a que lo verdaderamente importante era la reivindicación mezquina del amor propio herido, representada en los claveles, en la convicción de merecer el amor de Martina. “El lobo perseguía al lobo”, dice en cierto punto el narrador. La Guerra de Independencia termina así convirtiéndose en una guerra personal también para José Eugenio y el Araucano, en la que lo pierden todo y en la que “aquellos claveles en su mente permanecían como una ola de sangre sobre los ojos”.

         Mi intuición me sugiere que es, quizá, la poca difusión de la que ha disfrutado este texto la que ha causado que varios especialistas le adjudiquen el nombre de novela (además de que muchos especialistas piensen que ya no existe). En realidad es un cuento, y ni siquiera demasiado largo, por más que pasen, al menos, meses entre la situación inicial y el desenlace, por más que los personajes experimenten cambios sustantivos en sus emociones y por más a lo largo de la narración las descripciones, al principio del mundo tangible y al final más del mundo interior de los personajes, no sean precisamente simples ni lacónicas. El número de protagonista incluso se reduce a medida que avanza la anécdota. Y si atendiéramos exclusivamente al factor de la extensión, siguiendo el criterio que utilizamos el 18 de marzo, esta historia tendría apenas 17 páginas, es decir, más de cuatro veces más breve que la novela más breve que citábamos aquel día: La metamorfosis de Kafka, que a veces pasa por relato largo. Y, aunque no es frecuente, bien puede contarse una novela incluso en menos espacio, pero no con tanta poesía y tantos claveles. Es, pues, un cuento, un cuento bien escrito, un cuento narrado por una voz poética y escrito por la pluma de un narrador que conoce por dentro la máquina de contar. Este narrador conoce a sus personajes y, como recomienda Quiroga a los cuentistas, los lleva de la mano hasta su destino.

         Sin embargo, un escritor que es capaz, a los 26 años de edad, de escribir como lo hace Andrés Eloy Blanco en Los claveles de La Puerta, bien hubiera podido escribir su propia Doña Bárbara, su propia Las lanzas coloradas, su propia Zárate. A Andrés Eloy, me parece a mí, ya lo estaba esperando, cuando nació, el pedestal en que un día lo iba a poner el cariño de su pueblo, un cariño plenamente correspondido y adornado por un talento para la poesía que era tan intenso que desbordó hacia la narrativa y hacia otros mares de la literatura, siempre los más humildes en el centro de la escena, siempre la historia tejida en los diálogos, siempre Venezuela en el fondo del drama... ¡Ay, cuando hablemos de sus obras de teatro! 

emalaver@gmail.com

 


_________________________

* Perdonen ustedes la informalidad de llamar al autor por su nombre de pila

y no por su apellido, que es lo que exige la academia. Se debe, sin duda, al

cariño que le tenemos en Venezuela al autor, al cual no soy inmune.

 

 

 

Año XII / N° CDLV / 8 de abril del 2024

 

lunes, 1 de abril de 2024

Gerbasi cuentista [CDLIV]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

 

Vicente Gerbasi a los 10 años, en 1923
Foto: Fundación Gerbasi

 

 

         Ustedes no lo van a creer, pero acabo de descubrir que el poeta, el archiconocido poeta Vicente Gerbasi... ¡también escribió cuentos! Quizá mañana me entero de que el único que no lo sabía era yo, pero es que si me hubieran preguntado ayer, me habría puesto de rodillas para afirmar con toda convicción que no, que un poeta que escribe como Gerbasi, a quien parece que los ángeles le dictaran los poemas, no podía haber cometido el desliz de descender al tosco suelo de la narrativa. Habría apostado a Rosalinda a que no, era impensable para mí.

         Y he aquí que me habría equivocado. Preparándome para mi clase de Lengua Española II, que esta semana tenía que tratar de las vanguardias del siglo XX en Venezuela, me encuentro (¿cómo no la he encontrado en los cinco años anteriores?) la página de la Fundación Vicente Gerbasi, donde descendientes del poeta reúnen miles de textos, fotos, videos, avisos de eventos, etc. Y yo me quedo paralizado cuando mi vista cae en una pestaña que dice “Muestras de cuentos y artículos”. ¡¿Qué?! Artículos, indudablemente. Como todos los escritores del mundo, le atrae el periódico, y a los periódicos les gusta vestirse de literatura al menos una vez a la semana... pero ¡¿cuentos?! ¡¿Gerbasi?! ¿De cuándo acá, si Gerbasi es poeta, única y solamente poeta?

         Ilusionado con la posibilidad de leer algo nuevo, pero sobre todo curioso, de un autor harto conocido, hago clic. Y se abre una sección que quizá no está muy ordenada pero que incluye, ciertamente, al menos cuatro cuentos que me pongo a leer con emoción sin esperar ni un segundo más. Se titulan “Pluma” (¡que pone como inédito!), “Cometa” (al que apellidan de infantil), “Cuento sobre Reverón” (que quizá no sea un cuento pero lo parece) y el que juzgo el mejor y que está muy bien logrado: “Regreso a la aldea”, publicado en Papel Literario ¡en 1954! ¡Setenta años y no me habían avisado!

         “Pluma”, que es el apodo cariñoso del niño protagonista, aunque casi no participa en la acción, es un cuento de buena ley que tiene el adorno de ponernos, de una vez, del lado de los más débiles y, sobre todo, de aquellos que luchan para dejar de serlo. Como era de esperar en Gerbasi, que en poesía está rodeado de noche, de misterio ancestral, del enigma indescifrable de la vida, la historia de Pluma (o más bien la de sus padres) termina mal, pero el cuento se mantiene en pie porque no le concede ni un centímetro al sentimentalismo. Y ni siquiera se puede decir que termina sorpresivamente porque en el camino el narrador nos va dando datos sobre el final, aunque mientras leemos no captamos esas insinuaciones porque estamos ocupados... pues leyendo. A pocas frases para el final del cuento, sopla el viento de la tragedia, y el protagonista ve arder su mundo y, con él, sus esperanzas. Venía de la noche y hacia la noche iba.

         Por otro lado, el cuento “Cometa”, que comienza de manera encantadora porque habla de esa fascinación que hemos sentido todos por los papagayos, lamentablemente no está completo. El final llega de repente en un punto en que aún no se ha asomado el desenlace... ni siquiera casi el conflicto que los personajes tienen que resolver. Sin embargo, está clarísimo que esta falla no es atribuible a la impericia de Gerbasi, porque incluso en este caso truncado despliega mucha, sostenida siempre por la delicada expresión poética de todo aquello que mira y que desea señalarnos para que nosotros lo miremos. Mi hipótesis es que o los transcriptores no se han percatado de que se les escapó un pedazo del texto o que en la revista infantil impresa donde fue publicado el cuento por primera vez Páginas para Imaginar, de la Fundación del Niño, que presidía doña Alicia Pietri de Caldera— lo cortaron antes de que aparecieran escenas no apropiadas para niños de primaria. Tengo, entonces, la esperanza de encontrar pronto el texto entero, porque confío en que tendrá un conflicto y un desenlace dignos de semejante autor.

         El “Cuento sobre Reverón” parece más bien un artículo de los que publicaba Gervasi en El Nacional cada semana. Narra una visita que le hizo al pintor Armando Reverón, su amigo, en su casa en Macuto. Es una narración graciosa que hace un artista sobre otro, por el cual siente el sincero amor fraternal que todos sabemos que sentía Gerbasi por Reverón y viceversa. El autor no esconde, porque le parece un rasgo valioso de su arte, el desequilibrio psicológico que ya padecía el pintor en esa época (¡el mismo año en que iba a morir!). Para él es pura imaginación, e imaginación genial, de la más prístina, cómo se comporta su anfitrión, cómo lo recibe y cómo lo hace participar en la película que imaginariamente está filmando sobre sí mismo porque “en las que se han hecho no está él”. Parece que para él —y para sus lectores de aquella semana—, sin ese elemento, Reverón no es Reverón. ¿Y qué es más artístico en un artista que el ejercicio de la imaginación, en particular cuando hay que nadar en la adversa realidad?

         Ese quizá no sea de veras un cuento, pero “Regreso a la aldea”, que trata de un hombre que después de muchos años de vivir en la ciudad, regresa a su pueblo atravesando una selva de la que no parece encontrar la salida, es un cuento que está tan bien hecho que uno incluso llega a pensar, pasada la mitad del texto, que es algo aburrido. Pero no, era una perversa estrategia del narrador para engañarnos. En cierto punto me convencí de que aquello era un despliegue, bellísimo y delicioso, de las habilidades de Gerbasi como poeta. Las descripciones me dibujaban los objetos y los seres con precisión en la mente, y las sensaciones del protagonista eran visibles, palpables. Después de dos o tres páginas uno siente que lo único que sucede en el cuento es que el protagonista se ha perdido en el monte. Siempre está a punto de llegar a su aldea, pero el viaje sigue y sigue. Es él el único que no se da cuenta. Pero llega el momento en que se tropieza con otros dos personajes que dicen dos palabras que lo cambian todo. Uno se echa hacia atrás, brinca de la silla por causa de la sorpresa y se comienza a circular más rápido la sangre. Después de aquellas dos palabras no quiere uno despegar los ojos de la lectura porque ya nada tiene explicación y, sin embargo, todo está claro. Qué cuento de parecerse tanto a golpear la frente contra una pared que no hemos visto aparecer delante de nosotros.

         Y la poesía. La forma poética de narrar enamora al lector, por más que él trate de mantener en mente que está leyendo prosa. Desde el principio dice:

 

Un humo lento ascendía entre la húmeda maraña olorosa a madera podrida, y a yerbas machacadas y a vainilla, adquiriendo tonalidades azules en los reflejos de sol que se filtraban por los claros abiertos en la elevada ramazón.

Jinete de un caballo moro, bajo un amplio sombrero oscuro y una larga capa negra, Gonzalo Valbuena entró en la umbrosa resonancia vegetal.

 

Sin embargo, esta entonación mansa, esculpida en una melodía leve, se mantiene hasta la última palabra.

         El propio personaje habla como si estuviera escribiendo un poema: “Vio bajo los árboles inmensos [un árbol] más pequeño, todo cubierto de flores amarillas, y pensó: ‘Está bordado en la penumbra’”. Más adelante se encuentra ante unas aves y tiene este pensamiento: “Divisó un guacamayo rojo que en una rama seca se espulgaba el pecho, y dijo: ‘Un guacamayo rojo habita entre las hojas de la alucinación’”. Cabalgando y cabalgando, pasa por un lugar en que “sobre el agua enigmática del pozo caminaban algunas arañas rojas. [Gonzalo Valbuena piensa:] ‘Las estrellas de la noche, las estrellas del mar y las arañas rojas. He aquí un bello misterio’”.

         No sé si existirá, aunque en las listas de obras de Gerbasi no aparece, una obra individual que recoja sus textos narrativos, pero me he propuesto encontrarla. Y ahora guardo la esperanza de que haya más cuentos como “Pluma” y “Regreso a la aldea”, que son el perfecto equivalente narrativo de nuestro gigantesco poeta de Canoabo.

         Ahora, qué alegría, Vicente Gerbasi no es meramente, que ya era mucho, uno de los cuatro o cinco poetas más grandes de la historia de Venezuela, sino que también podemos considerarlo un narrador habilidoso y sensible, claro y humano. Un poeta cuya delicada expresión le hace tanto bien a la narración...

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLIV / 1° de abril del 2024

 

 

 

lunes, 25 de marzo de 2024

Palabras que viven dentro de otras palabras [CDLIII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Parece una base robada del Caracas en el 2019.
Foto: Últimas Noticias

 

 

 

         Una vez tuve que irme en ferry para Margarita y no descubrí sino en el momento de sentarme que no había llevado para leer ni un pedazo de papel con un número de teléfono. Mirar el mar puede ser placentero, pero la mente humana no está preparada para tanta filosofía después de veinte minutos. La tercera vez que entré para sentarme en mi asiento, antes de quedarme dormido, mis ojos se detuvieron en el letrero de la puerta de baño de mujeres. “La palabra Damas allá adelante”, escribí imaginariamente —porque tampoco llevaba conmigo ni una punta de lápiz con que anotar ni mi propio nombre—. “¿Cuántas palabras salen de una palabra tan simple? Da, ama, amas, mas, as. Y quién sabe si salen más, y yo, a pesar de enfrentarme apenas a cinco caracteres (o cuatro, si no cuento dos veces la a), no soy capaz de verlas”.

         Ciertamente. Hay una más: dama, pero esta la vi después de varios minutos. La “norma” para descubrir numerosas palabras dentro de una palabra dada, en ese momento inicial de lo que para mí ha sido un juego frecuente después de ese día, era escoger únicamente las letras sucesivas que formaran otra palabra, aunque su significado no tuviera nada que ver con la original, sin saltarse ninguna letra. Si era necesario eliminar una letra para construir una palabra más larga, esa no valía. O mejor lo digo en presente, porque he estado jugando este juego, la mayoría de las veces en silencio y a solas en el auditorio de mi mente, desde aquella época, y miren que no viajo en ferry desde hace más de 25 años.

         Sin embargo, es un juego fantástico para jugar con los niños, por lo menos con los que ya han comenzado a aprender a leer y escribir, con los que no han entendido que esto de leer y escribir no es un asunto que limita a la escuela, sino que lo necesita hasta para caminar por la calle, aun tomado de la mano de su madre. Vamos a jugar un poquito. Díganme una palabra. ¿Qué?, ¿serotonina? Caramba, qué rebuscados son ustedes. Pero muy bien, serotonina. Podemos leer, en primer lugar, se, pero también, con un poco de picardía, ser, roto, Otón, Toni, Nina y hasta una expresión andaluza: ni na. Siempre se nos escapa alguna y en una segunda mirada, uno encuentra otras: ero, los prefijos sero- y eroto-, ton y quién sabe si hay más. (Intenten defender la palabra rot, digan que es letra cirílica, quién sabe si se la aceptan.) (No, no sé qué significa, en ese momento escondan el diccionario.) Pues miren, al principio pensé que serían muy pocas. Uno puede elegir, si va a jugar en serio y compitiendo de verdad, si le asigna puntos a esta o aquella consonante, a la longitud de las palabras identificadas (número de sonidos o de sílabas), a la cantidad palabras, a la categoría gramatical lograda (o si cuentan las diversas categorías que puede tener una misma palabra), etc.

         Un detalle que hay que acordar antes de comenzar el juego es si vamos a aceptar conjuntos de dos o más palabras (o si van a tener menos o más puntuación que palabras individuales). Imagínense que la palabra fuera bienmesabe, nomeolvides o andaveidile. A alguna gente le tocan estas tres y arrasan en tres rondas. También hay que acordar cómo vamos a elegir la palabra. Una forma democrática y justa sería el azar (¡ja, ja, ja...!), es decir, algo así como tener un diccionario cerca y que cada vez alguien abra el diccionario con los ojos cerrados y señale, también con los ojos cerrados, una palabra en esa página.

         Ya verán que se aficionan y terminarán haciendo campeonatos en casa o en las reuniones de amigos. Hasta donde yo sé, sólo un Caracas-Magallanes tiene la fuerza suficiente para distraerlo a uno de este juego. Que lo disfruten.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLIII / 25 de marzo del 2024

 

 

 

 

 

 

lunes, 18 de marzo de 2024

Milpáginas [CDLII]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Juan de Castellanos en Nueva Esparta, Venezuela

 

  

         Conseguí hace días un examen que había corregido hace meses sobre la diferenciación entre el cuento y la novela. Con más precisión, les pedía a los estudiantes que determinaran si un texto que les hice leer pertenecía a un género o al otro. Algunos encontraron argumentos más sólidos que otros, muchos revisaron con atención el material teórico que les ofrecí (y, para mi felicidad, encontraron otras fuentes), todos dieron con respuestas acertadas. Hubo uno, sin embargo, que se detuvo poco en el engañoso asunto de la extensión de los textos. Al tocar este punto, el estudiante lo cerró rapidísimo afirmando que el texto es un cuento porque las novelas suelen tener “hasta 300 páginas”. Con una ceja levantada, le escribo en el examen: “¿Y Don Quijote? ¿Y Guerra y paz? ¿Y Fortunata y Jacinta?”, limitándome, de pura memoria, a tres novelas que tienen fama de muy extensas. No tengo la aspiración de que el estudiante me conteste, pero sí de que le dé curiosidad resolver esa especie de confusión que tiene al respecto. Y de ahí en adelante, que la curiosidad haga con él lo que le dé la gana, como ha hecho conmigo. Y que haga más.

         Entonces, como quien no tiene nada más fructífero que hacer, me pongo a averiguar y calcular la longitud precisa de estas y otras obras. Mi edición del libro de Cervantes, contando 250 palabras por página, tiene 1.514 páginas; la del de Tolstói, 1.503, y la de Pérez Galdós, 1.584. Con estas tres obras solamente, ¡ya sumamos 1.150.248 palabras!

         Impresionado por esta cifra y presa aún de la curiosidad, me da por investigar cuál puede ser la novela más extensa de la que yo tenga noticia. No lo pensé, pero no era difícil de pensarlo: En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, tiene el récord Guinness de la novela más larga de la historia. Es tan larga que en realidad son siete tomos, que Proust estuvo escribiendo desde 1908 hasta 1922. Ella sola supera a las tres mencionadas antes con sus... ¡1.267.069 palabras, equivalentes a 5.069 páginas!

         La montaña de datos que encuentro es inmensa, y me doy cuenta de que hay muy poco de literario en estos cálculos y comparaciones, pero la curiosidad no me abandona y, al fin y al cabo, este es el tipo de información que no hace daño conocer. Así que escojo apenas uno que otro dato. Isaac Asimov y J.K. Rowling, por ejemplo, con sus series de novelas más conocidas, Fundación y Harry Potter, respectivamente, corren bastante parejos hacia el borde del 1.200.000 palabras (o 4.700 páginas) cada uno. Mientras tanto, las Elegías de varones ilustres de Indias, de Juan de Castellanos, de 1589, el poema más extenso que se haya escrito en lengua española, con sus 113.609 versos y sus 795.263 palabras (me cuesta imaginar que un poema pueda ocupar... ¡3.182 páginas!) se disputa el puesto, nada menos, con la Biblia, que contiene, en las versiones más breves, casi 774.000 palabras —y en este caso lo intrigante es cómo puede tejerse en tan pocas páginas, menos de 3.100, la más rica proliferación de géneros literarios que se pueda atribuir a libro alguno.

         Por el otro extremo de la cuerda, que olvidé mencionar a mi alumno, también busqué alguna clasificación de las novelas más breves. En este caso me da gusto mencionar El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que en español tiene 25.720 palabras, es decir, 103 páginas; La perla, de John Steinbeck, que, con 23.092 palabras, apenas alcanza las 93 páginas, y la joya de las novelas breves: La metamorfosis, de Franz Kafka, tan breve que no sobrepasa las 18.451 palabras ni las 73 páginas.

         En cualquier momento puede uno verse en involucrado en un el debate de si estas novelas no son más bien cuentos largos, y entonces —escuchen, mis estimados estudiantes— lo que hay que hacer es escoger otro criterio para hacer esa distinción.

         Dije ya que estos comentarios no son muy literarios, pero hay también un regocijo misterioso en las estadísticas. Es un placer vecino al de leer, es como saborear un postre sabiendo de qué está hecho. Y los libros se leen así, como quien se come un milhojas, o un milpáginas en este contexto, saboreando más sus áreas más dulces, masticando más las más crujientes, amasando con la lengua las más suaves, engullendo con más lentitud la amalgama de todo lo que nos da: sabor y experiencia, belleza y placer, inteligencia y sensibilidad.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLII / 18 de marzo del 2024

 

 

 

lunes, 11 de marzo de 2024

Eufemismos de eufemismos [CDLI]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Pedro León Zapata (1929-2015)

 

 

 

         Comencé a escribir el artículo de la semana pasada con la idea de hablar de algunos eufemismos, partiendo de uno que oigo ahora todos los días: no manches, güey, pero el texto tomó su propio camino y terminé hablando de la prolongada influencia del español mexicano, sobre todo el utilizado en productos audiovisuales, en el español actual de Venezuela y en general de América.

         Oigo en casa la expresión no manches, güey, unas 20 veces al día. La trae mi hija de 10 años de la escuela, pero también la encuentra en Internet, que la ha llevado a todas partes a una velocidad mayor que las telenovelas y los movimientos migratorios mexicanos. Después de meses de parecerme gracioso que use la dichosa expresión, apenas hoy se me ocurre explicarle que en realidad es un eufemismo (o por lo menos tengo yo la hipótesis de que lo es). Como ya conoce el concepto de eufemismo, le explico de una vez que puede ser una fórmula que pretende esconder la vulgaridad de no mames, la cual, a su vez, es una “suavización” casi imperceptible de no jodas. Quizá sea en realidad traducción coloquial de no bromees, que también es sinónimo de joder, pero no soy tan ingenuo ni quiero que ella lo sea. Me imagino a los niños mexicanos de hace tiempo, como hace mi niña en la actualidad, buscando formas de disfrazar las palabras “maleducadas” que uno les enseña a los niños a no usar. Y me imagino la alegría de encontrar esta expresión que se parece tanto pero no es. “¡No manches, mamá, no es lo mismo!”, habrán dicho los primeros que la usaron.

         ¡Cuántas cosas decimos que en realidad son lo que no deseamos decir! Cuántas palabras hemos aprendido que ya eran “disfraces” que generaciones anteriores habían diseñado para palabras que la educación, la cortesía, el pudor les indicaban que no era adecuado usar en ciertas circunstancias. Pienso, por ejemplo, en caramba, tan inocente que la vemos y resulta que es un “adecentamiento” de otras, mucho menos limpias, como carajo o cipote, que queremos que expresen desprecio hacia alguien, negación o anulación figurada de alguna cosa desagradable, pero primordialmente se refieran al órgano sexual masculino. Son lo que propiamente habría que llamar eufemismos de eufemismos.

         Hubo una telenovela en Venezuela hace un tiempo en que uno de los personajes, que era mecánico, tenía un taller llamado “Toño el Amable”, que era la expresión que más utilizaba el susodicho cada vez que algo o alguien le molestaba. No es difícil adivinar a qué expresión vulgar hacía referencia, que no es un eufemismo, pero me permite reflexionar que, a veces, los hablantes, queriendo crear un eufemismo, simplemente arriban a nuevas vulgaridades en las que, en lugar de cambiar la parte indecorosa u ofensiva de la expresión, cambian otra que puede ser incluso noble y amable. El mejor ejemplo es la sustitución de coño de la madre por coño de la pepa (como sustantivo o como expresión).

         El lenguaje de lo “políticamente correcto” está poblado de eufemismos que puede ser absurdos e incluso más ofensivos que las palabras o expresiones que pretende suavizar, adecentar o despojar de desprecio o discriminación. Quién pudiera mostrarles una caricatura de Pedro León Zapata que una vez vi en El Nacional en que un personaje le decía a otro algo así como: “No, amigo, a mí llámeme negro, que yo estoy orgulloso de serlo”. Y hay también términos “políticamente correctos” que más parecen absurdos eufemismos de eufemismos que reivindicaciones a favor de grupos desfavorecidos. El término trabajadora sexual, por ejemplo, creado para no decir prostituta, que existe para no decir puta, es un eufemismo de otro eufemismo que, a pesar del esfuerzo democratizador, termina siendo discriminatorio.

         Los eufemismos son, entonces, unos trucos muy ingeniosos que nos permiten decir palabras que se supone que no debemos decir porque hieren el oído o la sensibilidad de nuestros interlocutores. Y ojalá fueran sólo eso. Las fulanas palabras malsonantes en realidad hablan peor de nosotros que de las cosas que nombran o aluden. En realidad es para cuidar nuestra imagen ante los demás que en algunas situaciones evitamos usar esas palabras, y para esas ocasiones nos vienen bien los eufemismos. Pero la lengua hace de las suyas con nosotros y a veces terminamos necesitando eufemismos de los eufemismos.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDLI / 11 de marzo del 2024

 

 

 

lunes, 4 de marzo de 2024

El mexicano nuestro de cada día [CDL]

Edgardo Malaver Lárez

 

 

Dolores del Río y Pedro Armendáriz como María Candelaria
y Lorenzo Rafael, en 1943

 

 

 

         ¿Qué oye uno decir a todos los niños que este año están en primaria, cuando se sorprenden por cualquier cosa? “¡No manches, güey!”, exclaman todo como si les pisaran una tecla. ¿Qué les brota de los labios si se tropiezan con algo que no entienden o que no han visto antes? “¡¿Qué fue, mano?!”. ¿Qué se les escapa cuando quieren escuchar la verdad y nada más que la verdad? “¡La neta!”. A uno no le hace falta haber visto ni una sola película de Cantinflas, ni un solo capítulo de El Chavo del 8 ni una hora del Carrusel de la señorita Jimena, para adivinar que estas y otras expresiones provienen de México lindo y querido.

         No es nuevo. Cuando yo estaba en primaria algunos niños de mi escuela (y supongo que yo mismo) decían de vez en cuando, para bromear (porque así comienza esto, bromeando): “A poco no tienes miedo de que la maestra te descubra la chuleta en el examen?”. Y teníamos una vecina, que había llegado a mi familia una generación antes que yo, que, por influencia de Pedro Infante y de Sara García, ya decía a cada rato: “¡Híjole, mi cuate, qué padre!” cuando mi abuela le servía algún postre muy rico. No es nuevo, pero el mundo ha cambiado varias veces de forma y contenido desde que Dolores del Río y Pedro Armendáriz protagonizaron María Candelaria. Ahora no son algunas personas aquí y tres o cuatro allá que se acuerdan de estas expresiones a tiempo para utilizarlas en su discurso cotidiano. Ahora son casi todos los niños —¡los niños!— los que hablan tan mexicanamente como  si estuvieran creciendo en Tijuana o en Jalisco. Es decir, para ellos esas palabras y expresiones pertenecen a su lengua materna. Las utilizarán toda su vida y se las enseñarán a sus hijos.

         Está claro que el inmenso poder de difusión que tuvo la época dorada del cine mexicano, que influyó en el castellano de la América en que la generación de mi abuela comenzó a ir al cine, a tener sus legendarios “ídolos” de la juventud, a querer parecerse a ellos, y, después, la inmensa influencia de la televisión de El Chavo, La carabina de Ambrosio y Marimar, ha sido superada por el poder, aún no completamente revelado ni comprendido por todos, de monstruos como YouTube y TikTok —o más bien de los youtubers y los tiktokers.

         Y por obra y gracia de algún artilugio incomprensible, de alguna magia cibernética, la inmensa población que “hace” televisión por el torrente de canales que ahora ofrece Internet ha desembocado en la idea de que tiene que hablar como los mexicanos. Quién sabe si se deba que durante décadas y décadas todos los productos audiovisuales que nos llegaban de otros idiomas venían cernidos por el doblaje con acento mexicano. Sí, el que todos se empeñan en llamar “español neutro”, pero que nunca suena argentino ni colombiano, sino mexicano.

         Entonces, si usted vive en un país de habla española, pero no tiene hijos, pídale a un hermano, a una prima, a un amigo que lo invite un día a la escuela de un hijo de ellos a recogerlo al final de las clases. Y con tan sólo estar un rato en la puerta de la escuela —porque si el portero es responsable en la aplicación de las normas, a usted no lo dejará entrar—, será suficiente para comenzar a recolectar las nuevas expresiones que se usarán dentro de 30 o 40 años en su país y que todo el mundo defenderá como las más normales de la variante que habla usted ahora. Y ya verá que serán casi todas mexicanas. Mejor será que las aprenda.

 

emalaver@gmail.com

 

 

 

Año XII / N° CDXLX / 4 de marzo del 2024